Nos conocimos en la playa, pero vos eras del río.
Lo primero que me gustó fue tu tonada, pero no había visto ese lunar hasta que me encerraste inocentemente en el pasillo mientras sonaba jason mraz de fondo.
Teníamos mucho para decir y creo que fue por eso que nos quedábamos juntos hasta altas horas del día sin noción del tiempo ni del lugar. Construimos una conexión lindante.
Hasta ese entonces creíamos que sólo era un impacto del verano, ninguno pensó que nos íbamos a topar, esta vez en la gran ciudad.
Me acuerdo de esa mañana que fui a buscarte a retiro para transformarme en una especie de guía turística. El subte no te gustó mucho, es más, te cayó bastante mal, no dejabas de transpirar y para colmo era febrero; me pareció que en el fondo extrañabas esa tranquilidad de pueblo, donde san martín luchó.
Esos días ideales-porteños se acabaron y otra vez el descreimiento, la despedida y la promesa de volvernos a ver. Otra vez cumplimos pero esta vez en tierra rosarina. Era semana santa y esa sí fue la última vez, aunque nos mentimos y nos prometimos que no iba a ser la última.
Y una vez más la distancia como única culpable “de un amor que no vió la luz”. Ahora me arrepiento de “siempre abrazo, nunca un beso”, pero sé que a los dos “ nos queda el consuelo de sabernos muy tranquilos, yo ya sé que la peleamos.”
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